Hay películas que, sin levantar la voz, te dejan un silencio dentro. Cowboy de medianoche es una de ellas. John Schlesinger retrata el reverso del sueño americano con una ternura y una crudeza que aún hoy siguen doliendo.
Jon Voight y Dustin Hoffman forman una de las parejas más humanas del cine: dos almas perdidas que, al encontrarse, descubren que la verdadera redención no está en el éxito, sino en la compañía. Joe Buck, con su disfraz de vaquero y su inocencia intacta, es el símbolo de una América ingenua que sigue creyendo que basta con soñar para escapar de la miseria. Ratso, en cambio, representa el callejón sin salida, la enfermedad, la derrota que se disfraza de ironía.
Schlesinger filma Nueva York como un laberinto de cristal sucio, donde los sueños se reflejan distorsionados. La cámara observa sin juzgar, y entre los anuncios luminosos y las alcantarillas humeantes, el espectador siente que el país entero se desmorona con ellos.
La música de Harry Nilsson, “Everybody’s Talkin’”, no es solo una banda sonora: es un lamento disfrazado de esperanza. Esa melodía ligera sobre un fondo de desesperación resume el espíritu de la película.
Spoiler Se ha ocultado el texto para evitar spoilers, pulse en este mensaje para mostrarlo.El final —ese viaje hacia una Florida que nunca llega— es una de las escenas más tristes y bellas jamás filmadas. Joe cierra los ojos de su amigo, y con ellos, los del espectador. Los cierra para no mirar más la derrota, para no admitir que a veces el sueño americano acaba en un asiento de autobús.
Cowboy de medianoche no envejece porque sigue hablando de nosotros: de quienes seguimos buscando un lugar donde alguien, por fin, nos mire sin asco.
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Hay películas que, sin levantar la voz, te dejan un silencio dentro. Cowboy de medianoche es una de ellas. John Schlesinger retrata el reverso del sueño americano con una ternura y una crudeza que aún hoy siguen doliendo.
Jon Voight y Dustin Hoffman forman una de las parejas más humanas del cine: dos almas perdidas que, al encontrarse, descubren que la verdadera redención no está en el éxito, sino en la compañía. Joe Buck, con su disfraz de vaquero y su inocencia intacta, es el símbolo de una América ingenua que sigue creyendo que basta con soñar para escapar de la miseria. Ratso, en cambio, representa el callejón sin salida, la enfermedad, la derrota que se disfraza de ironía.
Schlesinger filma Nueva York como un laberinto de cristal sucio, donde los sueños se reflejan distorsionados. La cámara observa sin juzgar, y entre los anuncios luminosos y las alcantarillas humeantes, el espectador siente que el país entero se desmorona con ellos.
La música de Harry Nilsson, “Everybody’s Talkin’”, no es solo una banda sonora: es un lamento disfrazado de esperanza. Esa melodía ligera sobre un fondo de desesperación resume el espíritu de la película.
Spoiler Se ha ocultado el texto para evitar spoilers, pulse en este mensaje para mostrarlo.El final —ese viaje hacia una Florida que nunca llega— es una de las escenas más tristes y bellas jamás filmadas. Joe cierra los ojos de su amigo, y con ellos, los del espectador. Los cierra para no mirar más la derrota, para no admitir que a veces el sueño americano acaba en un asiento de autobús.
Cowboy de medianoche no envejece porque sigue hablando de nosotros: de quienes seguimos buscando un lugar donde alguien, por fin, nos mire sin asco.